"El hombre es una cuerda tendida entre el animal y el superhombre: una cuerda sobre un abismo." — Así habló Zaratustra (1883)
2. LOS ANTECEDENTES
2.1. Contexto económico, social y político: Impacto de la Segunda Revolución Industrial y los cambios sociales.
2.2. Historia del correo: Evolución de los sistemas postales y la creación de la UPU.
2.3. Origen y evolución de la fotografía: Innovaciones que integraron la imagen en las postales.
2.4. Técnicas de impresión: Desde la litografía a la impresión offset.
2.5. Historia del sello postal y comparación con la filatelia: Relación y diferencias con el coleccionismo de sellos.
2.6. Coleccionismo de tarjetas postales: Surgimiento y evolución de la cartofilia.
2.7. Los primeros objetos efímeros: Contexto histórico de los objetos transitorios.
2.8. La fotografía como fuente histórica aplicada a las tarjetas postales: La postal como documento visual y narrativo.
2.1. Contexto económico, social y político:
2. Transformaciones sociales y tensiones de clase
3. La economía europea y el avance hacia la modernidad
4. El contexto de España a finales del siglo xix
5. Referencias bibliográficas
Simultáneamente, Italia, tras su unificación en 1861, se hallaba en proceso de consolidación interna, con disputas territoriales persistentes en los Alpes y una incorporación tardía y desequilibrada a la modernidad. A lo largo y ancho de Europa, movimientos democráticos y socialistas desafiaban el orden tradicional de monarquías y élites aristocráticas. La extensión parcial del sufragio y la creciente participación de las clases trabajadoras y burguesas modificaron la estructura política, aunque la represión obrera y el caciquismo (en ciertos contextos) acrecentaron las tensiones y la polarización social. Este precario equilibrio generó una atmósfera de tensión que desembocaría, ya en el siglo XX, en la Primera Guerra Mundial.
2. Transformaciones
sociales y tensiones de clase
Los últimos decenios del siglo XIX estuvieron marcados por un crecimiento
demográfico acelerado y una rápida urbanización que transformó la
vida en las ciudades. La industrialización atrajo a millones de personas del
campo, creando barrios obreros con condiciones de vida deplorables,
hacinamiento y falta de servicios básicos. Las jornadas de trabajo
prolongadas, los salarios bajos y la inseguridad laboral impulsaron la
organización de los trabajadores en sindicatos y partidos socialistas,
generando una efervescencia política que buscaba reformas sociales y
laborales.
En paralelo, la burguesía —industriales, comerciantes y profesionales— se consolidó como clase dominante, promoviendo valores de trabajo arduo, progreso personal y consumo ostentoso. Entre la clase obrera y la burguesía se posicionó la clase media, cuya búsqueda de movilidad social y estabilidad económica la llevó a adoptar patrones culturales diferenciadores. Mientras la burguesía invertía en proyectos culturales y consolidaba su poder económico, la desigualdad entre clases generaba tensiones que alimentarían futuras transformaciones sociales.
3. La economía
europea y el avance hacia la modernidad
A partir de 1870, la Segunda Revolución Industrial transformó
radicalmente la economía europea a través de la electricidad, el motor
de combustión interna y la industria química. Estos adelantos impulsaron
la producción industrial, la creación de nuevas infraestructuras y el
crecimiento de sectores como el automotriz. Alemania, el Reino Unido y
Francia se convirtieron en potencias industriales y comerciales, dominando
la producción de acero, maquinaria, productos químicos y la navegación
marítima. El ferrocarril revolucionó el transporte interno y la construcción
del Canal de Suez (1869) redujo los tiempos de navegación entre Europa,
Asia y África, promoviendo la expansión del comercio internacional. Londres se
erigió en principal centro financiero mundial, mientras ciudades como
París, Berlín y Viena se especializaban en la intermediación de bienes y
capitales.
No obstante, la industrialización desigual dejó rezagadas a regiones del sur y este de Europa, como Italia, España, Rusia y los Balcanes, afianzando la brecha económica y social respecto a las potencias industrializadas. Además, el colonialismo, reforzado por la Conferencia de Berlín (1884-1885), aseguró el dominio europeo sobre vastos territorios de Asia, África y América Latina, exacerbando las rivalidades entre las potencias colonizadoras y alimentando la competencia por materias primas y mercados.
4. El contexto de España
a finales del siglo xix
La inestabilidad política, las transformaciones sociales y la necesidad de
modernizar el país definieron el discurso español de finales del siglo
XIX. El “Desastre del 98”, con la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas,
significó no solo la desaparición del imperio colonial restante, sino
también un profundo impacto moral y político. Afloró el debate
interno sobre cómo impulsar la modernización de una economía agraria
rezagada y un orden político heredero de prácticas caciquiles durante la
Restauración.
Esta etapa estuvo marcada por tentativas de renovación política que incluyeron la efímera experiencia del rey Amadeo de Saboya (1870-1873) y la Primera República (1873-1874), las cuales fracasaron por la falta de consenso interno y por un contexto particularmente convulso. En esos años, España vivió la continuación de las Guerras Carlistas (la tercera entre 1872 y 1876), el inicio de la Guerra de los Diez Años en Cuba (1868-1878) y un panorama social y económico marcado por la precariedad laboral y la concentración de la tierra en manos de la nobleza y la Iglesia. Todo ello, sumado a la complejidad de la política interna, debilitó aún más los gobiernos tanto monárquicos como republicanos.
Con la Proclamación de la Primera República tras la abdicación de Amadeo I, hubo diferentes intentos por establecer un gobierno estable y federal, sobre todo por la influencia de figuras republicanas como Estanislao Figueras, Francisco Pi y Margall y Emilio Castelar. Sin embargo, las discrepancias entre republicanos unitarios y federales, la resistencia de los sectores más conservadores y la sublevación cantonal (la llamada “Revolución Cantonal”, con epicentro en Cartagena), socavaron cualquier posibilidad de consolidar el régimen republicano.
En diciembre de 1874, un pronunciamiento militar encabezado por el general Arsenio Martínez Campos restauró la monarquía borbónica en la figura de Alfonso XII, hijo de la depuesta Isabel II. Daba así comienzo el periodo de la Restauración (1874-1931), que, bajo el diseño político de Antonio Cánovas del Castillo, instauró el turno pacífico de gobiernos entre el Partido Conservador y el Partido Liberal (liderado por Práxedes Mateo Sagasta). Este sistema, aunque aportó cierta estabilidad tras los años turbulentos, pronto degeneró en prácticas de caciquismo y manipulación electoral (pucherazos), basadas en la connivencia entre las élites locales y los gobiernos para asegurar la alternancia “ordenada” en el poder.
La falta de una verdadera representación popular durante la Restauración generó un profundo descontento en amplios sectores de la sociedad. Crecieron, así, movimientos republicanos que reclamaban un sistema democrático auténtico, partidos socialistas (como el PSOE, fundado en 1879 por Pablo Iglesias) que abogaban por mejoras en las condiciones laborales, y corrientes regionalistas que empezaron a cobrar fuerza en Cataluña, el País Vasco y otras regiones con conciencia identitaria propia. Paralelamente, el anarquismo —inspirado en las ideas de Bakunin y Kropotkin— arraigó con fuerza en las áreas industriales y en el campo, especialmente en Cataluña, donde la industria textil concentraba gran parte de la clase obrera, y en Andalucía, escenario de múltiples revueltas campesinas contra la injusta distribución de la tierra.
Dentro de este marco reivindicativo, los movimientos obreros y sindicatos se fortalecieron: la Federación Regional Española (FRE) de la AIT (Asociación Internacional de Trabajadores) había sido fundada en 1870, y más adelante surgiría la UGT (Unión General de Trabajadores, 1888), de ideario socialista, seguida años después por la CNT (Confederación Nacional del Trabajo, 1910), de carácter anarquista. Estas organizaciones, si bien nacieron formalmente algo después de los primeros años de la Restauración, tuvieron sus raíces en la conflictividad social que se gestó durante la monarquía de Amadeo de Saboya, la Primera República y el temprano periodo de la Restauración.
Las regiones industriales como Cataluña y el País Vasco se convirtieron en epicentros de la protesta obrera, no solo por la elevada concentración de fábricas (textil y siderurgia, respectivamente), sino también por la progresiva toma de conciencia de clase y el surgimiento de liderazgos obreros que organizaron huelgas y promovieron la afiliación sindical. Por otro lado, la creciente reivindicación regionalista —especialmente en Cataluña— estuvo ligada a la consolidación de una burguesía industrial y comercial que buscaba mayor autogobierno y protección para su actividad económica.
En conclusión, la Restauración borbónica funcionó como un paréntesis de estabilidad relativa tras los intentos frustrados de Amadeo de Saboya y la Primera República, pero no logró resolver las tensiones de fondo en la sociedad española. El caciquismo, la manipulación electoral y la falta de reformas de calado contribuyeron a generar un clima de creciente malestar social y desafección política que, con el paso de las décadas, se iría agudizando. A ello se sumaron las demandas obreras, los primeros brotes del nacionalismo periférico, el desarrollo del anarquismo y, finalmente, la crisis colonial que estalló con el Desastre de 1898, todo lo cual marcó el camino hacia el turbulento siglo XX en la historia de España
Joan Costa señala que "la experiencia vital y la
identidad se articulan de manera predominante a través de la percepción y la
memoria visual, rasgos que orientan el modo en que recordamos y proyectamos lo
vivido". En este panorama de cambios y tensiones, las tarjetas
postales se convierten en un símbolo clave para comprender la dualidad
de la modernidad decimonónica, al conjugar, por un lado, la celebración del
progreso industrial y urbano y, por otro, la idealización de las
tradiciones y el pasado rural de una Europa inmersa en una rápida
transformación.
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